• Timing

    Amalia amaneció con un presentimiento ese día: conocería al hombre de su vida.

    Agarró el celular, verificó le hora, el tiempo y si había algún nuevo mensaje. Fantaseaba ya con la idea de recibir mensajes llenos de romance. Comenzó a buscar en sus contactos para contarle a su mejor amiga, pero se arrepintió de repente. — Había oído decir que si compartías los sueños no se cumplían. Asumió que un gato no contaba. Snow la escuchaba con curiosidad, no porque le interesara el tema.

    Se preparó un cappuccino mientras leía las noticias. Snow acariciaba con sus bigotes el pote de leche desequilibrándolo. Amalia logró agarrarlo medio segundo antes de que se derramara en su iPad y continuó leyendo. Un reportaje le llamó la atención:

    “El núcleo de la Tierra, compuesto por hierro fundido a miles de kilómetros de profundidad y a una temperatura superior a la del Sol, frenó su rotación […] alguno de sus posibles efectos, como el acortamiento de los días en unas fracciones de segundo y cambios en el campo magnético.”

    Por un momento se quedó pensando en el las fracciones de segundo; la sincronización; el ajuste temporal de eventos…Se sacudió la idea de la cabeza, tratándose de convencer que nada iba a interferir con su destino. Procedió a vestirse con un conjunto de chaqueta y pantalón verde esperanza que había comprado para alguna ocasión especial como ese día.

    Eran las siete en punto cuando miró su Apple Watch; estaba a tiempo para llegar a la estación que quedaba al final de su cuadra y alcanzar el tren de las siete y treinta. Le gustaba ser puntual, aunque se acordó que su reunión esa mañana era con el cliente de una prestigiosa marca de reloj que siempre estaba tarde.

    Bajó las escaleras del edificio sin elevador donde vivía, anticipando el momento que cambiaría su vida. Su vecina Clara, también salía hacía el trabajo y se detuvieron en un saludo. En menos de un segundo, Amalia no pudo contener su secreto y le contó su sueño. Clara se despidió pidiendo la llamara esa noche para contarle el desenlace. Mientras avanzó a cruzar la calle, no se percató que un Taxi venía distraído a toda velocidad. Amalia soltó un grito y el auto pegó freno justo antes de impactar a Clara. Confirmó en su mente que las fracciones de segundos ese día estaban a su favor.

    Amalia bajó en menos de un segundo las escaleras hacía la plataforma del tren y se percató que la multitud era mayor de lo normal. Escuchó comentar que el tren estaba atrasado por un incidente con un homeless: había intentado acuchillar a una mujer asiática dentro de uno de los vagones. Un valiente veterano, interceptó el ataque justo antes que sucediera una tragedia. Las malas noticias corren en menos de un segundo.

    El sonido del tren provocó una avalancha humana que empujaba a Amalia hacia la vía. Un hombre de alrededor de veintiocho años avanzaba detrás de ella: pelo castaño, bien formado, piel dorada del sol contrastando con la blancura de su camisa de hilo italiano bien planchada. Era el tipo de hombre que “ilumina” con su presencia, como sucede cuando descubres a un famoso artista en el restaurant que frecuentas (tenía un gran parecido con el actor de Misión Imposible, pero alto); era su sueño hecho hombre. Por un milisegundo Amalia pensó que sintió su presencia: un aroma a naranja y sol. Pero en ese instante una mujer se adelantó abalanzándose entre los dos. Amalia entró al vagón de prisa, mientras el hombre cedía el paso a la mujer al notar que era impedida, quedándose atrás en la plataforma. “Stand clear of the closing doors please”. Escasamente le dio tiempo a Amalia de entrar y sujetarse de la baranda antes que cerraran las puertas del vagón detrás de ella. El tren se puso en marcha abruptamente empujando su vista hacía un anuncio en la pared; mostraba la película de su actor favorito.

    A través de la ventana Amalia alcanzó a ver (por lo que pareció menos de un instante) un hombre parado en la plataforma, —idéntico al artista del cartel —alejándose para siempre.

     

  • Partir

     Volaste dejando un pasajero

    que no te dejaba despegar.

    Su pasatiempo es hacerme llorar

    y ya no quiero jugar.

    Golondrina pasajera

    que cuando miras se aleja

    ahora se quiso quedar.

    No puedo googlear

    por qué partiste y persiste.

    si ya tú te fuiste.

     

     

  • Arrecifes Lunares

     Luna llena

    de miel

    de secretos

    de sombra se adorna.

    Esclavo obligado

    le ofrece sus mares.

    Arrecifes de corales

    en ella refleja.

    En noches oscuras

    de ellos se adueña

    luna posesiva

    quítate esas prendas.

  • La Cama

    —Cuando se muera, tiramos la cama por la ventana.

    Ana disfrutaba en secreto el comentario de Don Hernán. Ana llegó a la casa con su padre, quien tenía un talento innato para domar la caoba. En un mes había terminado con la encomienda: una cama estilo barroco de cuatro pilares como los del altar mayor de la Catedral de San Pedro. La cama se convertiría en residencia permanente de la madre de Hernán —paralizada por una caída que no la mató. Ramón, su padre, se convertiría en residente del garaje al fondo de la marquesina y Ana —huérfana de madre— del fogón.

    Don Hernán, desinhibido por el “palito” de ron que se daba los viernes con Ramón en “la covacha” —como le decía al garaje— expresaba libremente su sentir. Ana, no se fiaba mucho. Sabía que, a pesar de las cicatrices que le había dejado el primer ataque a los cuarenta, él tenía un buen corazón.

    —Te voy a conseguir dientes, Ana —él le había dicho, el día que se percató que ella se cubría la mella —, en esta casa, el mejor remedio es la risa. Porque la risa nos mantiene más razonables que el enojo. No se puede dejar que nos mate del corazón a todos —se reía cómo niño callando una maldad imaginaria.

    Ana recordó el comentario malicioso, imaginó la posibilidad de desmantelarla la cama; pasarla a través de la ventana; los pilares torneados que con tanto esfuerzo había hecho su padre. Se aguanto la carcajada, pero se le cayo la caja de dientes al piso de rompecabezas de cuadritos blancos y negros de la cocina. Disimuladamente recogió la risa sin que Paca, entretenida pelando papas, lo notara. La limpió entre sus enaguas blancas y el delantal del uniforme de algodón azul que su tía planchaba los miércoles en la casa del lado —la del pintor— dejándolo más tostado que su piel.

    Se confesó ese domingo temprano.

    —Perdóneme padre, porque he pecado —refiriéndose al deseo de hacer del comentario descabellado de Don Hernán, realidad.

    —¿Pero has obrado hija?

    —¡Ay dios me libre! Padre es que…esa señora… un día, porque le traje el periódico tarde a la cama, me dio con él en la cara. Todos en la casa tienen “lucha con ella”. No es justo padre, no es justo.

    —¿Recuerda hija mía?: la otra mejilla, recuerda, la otra mejilla —mientras Ana lo escuchaba con difícil resignación.

    Después de la misa, Ana se encargaba de que todo estuviera preparado para el almuerzo; cenas prematuras, que todos hubieran querido abortar.

    Quitaba el mosquitero sujetado por los pilares de “San Pedro” —el cual un gato negro convertía en hamaca todas las noches— y ayudaba a vestir a la madre de Hernán. Vestía un luto eterno, delgada como su bastón negro laqueado que solo usaba para marcar la hora. Preparaba durante toda la semana, flechas envenenadas de prejuicio que, con precisión, clavaba en las inseguridades de los invitados. Hacia del día, la noche. Opacaba con su presencia.

    A las dos en punto se incorporaba y presidía en la cabecera. En el tope de mármol blanco de la mesa de noche, partía los hielos que sacaba de la copa de filigrana helada que allí colocaba Ana. Era su manera de avisar que ya estaba lista para recibir. “Lo hace para mortificar”, pensaban todos los que escuchaban el perturbador sonido.

    El primer invitado en subir, era su preferido; con uniforme blanco del Navy, trayendo flores, historias, y el mismo “amigo” que ella aseguraba nunca haber conocido.

    —Buenas tardes. ¿Tu quien eres? Es que son tantos los amigos que trae que ya se me olvidan los nombres.

    Llegaba también la que ella llamaba “nena”, quien se había unido al Cuerpo de Enfermeras del Ejército. Sola.

    —¿“Nena” No has disparado al corazón de algún soldado? Mira que “se te va el tren” después de los veinticinco.  Es que tu no te “vistes”. Si te arreglaras mejor ese pelo y te pusieras un poco de lipstick… En mi época ya estábamos todas casada hace rato a tu edad. Ya yo los tenía a ustedes tres.

    La “nena” recostaba su mirada de océano en el rostro de la cara amargada, desgastada por tanto restregar ropa sucia en el río, de la mujer en la pintura que colgaba detrás de la cama.

    El vecino llegaba siempre tarde y a menudo traía uno de sus últimas pinturas, convirtiendo el cuarto en atelier, con el oleo fresco. El aroma se esfumaba cuando disparaba su última flecha envenenada.

    —Te he dicho ya, que te quedan mejor los flamboyanes —mientras señalaba la pintura—. Se parece a la que plancha los uniformes ¿No conseguiste una modelo blanca?

    Hernán, quién había subido último, observaba la cama desarmando cada pilar con los ojos. El colchón al piso; el marrón daría en una de las patas desequilibrando la base; cada una de las maderas trasversales se astillarían hasta partir; los pilares caerían rendidos; la cabecera ya no tendría cabeza para presidirla y se doblegaría ante el impacto de la explosión de los años de opresión y abuso.

    Mientras, detrás de la puerta de la cocina —tipo saloon de película western— esperaban la señal de que habían terminado “los flechazos” para pasar a la mejor parte del día; Sunday Nights in Latin América en la radio.

    Las puertas del “saloon” se abrían. Salía Paca, que a pesar de su edad mantenía un espíritu adolecente, seguida por Ana. Habiendo terminado las labores en la cocina se unían, a los que poco a poco bajaban, para comenzaba el baile. Las rizas se entrelazaban, mientras los mas expertos guiaban la guaracha. Salía el sol en plena noche. Hasta que sonaba el bastón. Diez veces. Se escuchaba retumbabr entre las rendijas de los tablones del techo haciendo llorar la lámpara colgante de cristal. Marcaba que ya era la hora de despedirse. Igual a tambor de la procesión fúnebre del Rey Jorge dieciséis, que habían escuchado en el radio ese año. Ana se persignó.

    Primero la tiraron por la ventana. Luego la cama.

  • Cocretizante

    Poemas concretos de ideas abstractas.